Como sabéis me jubilé hace cuatro años, a los 60. Al principio de la jubilación me dediqué a intentar completar esas cosas que la vida me hizo dejar a medio. La escritura, el dibujo, la pintura, el ajedrez, las lecturas atrasadas... pero todos esos trenes ya habían partido. Para cualquier cosa de esas hace falta pasión y esfuerzo y a partir de no sé qué edades, eso es precisamente lo que no se tiene. Priva la comodidad, priva la tranquilidad... y llegó la pandemia y me encerré en casa y volví a la programación, que es lo mío.
Y terminó la pandemia y seguí encerrado en casa.
"¡Sal, haz algo, viaja tú que puedes!" me decían mis seres queridos.
Pero había un problema: Me encantaba mi vida. Me encantaba mi rutina. Os cuento un día típico de verano:
Me levanto de 7:30 a 8. Hago un café enorme y salgo al jardín, a mi rincón favorito frente a la higuera y veo cómo se afianza el día mientras los pájaros lo saludan con sus acrobacias y sus cantos. Una hora, más o menos, después, ordenador. A programar se ha dicho, hasta las 14, que tengo servicio de cocina. Comida, siesta y más ordenador. Hasta las 19 que me voy a la piscina a bañar con los nietos. Luego cena en el jardín con la familia, sobre el césped en la mesa del jardín, bajo las estrellas, Netflix (o UFC) y a la cama.
El paraíso. Sin tensiones, sin presiones, sin estrés de ningún tipo... Hasta que empiezan a aparecer grietas en el cuadro. Todo sigue perfecto, pero va perdiendo el sentido. No hago nada para nadie. Mi vida no es útil para nada. Esa cómoda rutina ahoga, por muy paraíso que parezca. Empiezo a rozar la depresión...
... y entonces la vida comienza a decirte algo. Pequeñas cosas inconexas, una conversación, una película, un libro, parecen conspirar para indicarte una dirección a tomar... hasta que llega la gota que colma el vaso, la que te hace salir del sofá una vez más, la que parece prometer cosas desconocidas e interesantes por incómodas que suenen y por mucho miedo que te den. En este caso apareció en forma de un poema de Dylan Thomas que conozco de toda la vida, dedicado a su padre octogenario, pero que de repente adquiere un significado distinto. Os transcribo la primera estrofa nada más
No entres dócilmente en esa buena noche,
la vejez debería arder y delirar al final del día;
Enfurécete, enfurécete ante la muerte de la luz.
Do not go gentle into that good night
Old age should burn and rave at close of day;
Rage, rage against the dying of the light.
De repente me identifico más con el padre que con el hijo, de repente realizo que me he entregado dócilmente a esa buena noche, a esa plácida rutina y sólo me queda esperar esa muerte de la luz y, de repente, la llama prende de nuevo. ¡Una mierda voy a dar por terminada mi historia! ¡Una mierda voy a entregarme sin patalear! Y aunque me da pánico, aunque no me siento capaz, aunque han pasado más de 10 años, me he comprado otra moto. Igualita que la que tenía antes, pero blanca.
Una V Strom 650 DL. Con una igual recorrí casi toda España entre 2006 y 2012, hasta que la crisis de Zapatero se la llevó por delante junto con la mitad de mis ingresos mensuales. Fueron años feroces de aprender, disfrutar y maravillarme y aunque ahora no tengo la energía, la fuerza ni el entusiasmo de antes y aunque me dan miedo esos más de 200 kilos de hierro y plástico, España: ahí voy.
No tengo claro qué voy a hacer ni cuanto me va a durar esto. No tengo claro si iré solo o acompañado ni a donde ni por cuanto tiempo. Sí tengo claro que no me voy a entregar a la buena noche sin patalear, al menos, una vez más. Al menos una. Por eso a la moto la he bautizado como
La Pataleta y en los foros de esa internet de dios seré
El Motero Pataleto.
Ya tengo el casco, los pantalones y las botas. Me falta la chupa, los guantes... y la moto, que me llega la semana que viene.
Así que ya sabéis: Si os cruzáis por esas carreteras de dios con una moto blanca y negra de doble faro y un motero gordo de barba blanca sobre ella, sacad la mano haciendo una uve con los dedos, que yo os responderé sonriendo, seguro.